Francisco Javier Morales Hervás / Doctor en Historia.

Pelayo era un noble astur que, tras la invasión de Hispania por los musulmanes, fue enviado a Córdoba, junto con otros jóvenes, como rehén para garantizar la capitulación de la aristocracia astur. Acababa de empezar el año 718 y hacía unas semanas que Pelayo había logrado escapar de ese cautiverio. Su intención era regresar a Asturias, pero debía hacerlo con sumo cuidado pues el territorio estaba controlado por tropas musulmanas y, lo que era más preocupante, había muchos miembros de la antigua aristocracia visigoda que colaboraban con los invasores para acabar con los focos de resistencia del norte peninsular.

Vista general de los restos del edificio.

Aprovechando la oscuridad para sus desplazamientos y siguiendo rutas poco transitadas, especialmente a través de zonas montañosas, llegó a un paraje próximo a los Montes de Toledo donde se situaba una comunidad monástica, que contaba como centro neurálgico una pequeña iglesia que llamó la atención de Pelayo. El agotamiento empezaba a hacer mella en este noble astur y decidió solicitar el amparo de los monjes del lugar, pero, para su sorpresa, en el conjunto monástico sólo quedaba un fraile de avanzada edad, pues el resto habían huido al norte tras la llegada de los seguidores de Mahoma. El monje, tras darle algo de comer, acompañó a Pelayo a visitar la iglesia y le comentó que se había empezado a edificar durante el reinado de Wamba y que él había sido uno de los primeros monjes que se hicieron cargo de organizar la vida religiosa en ese núcleo, por lo que conocía bastante bien su corta historia.

A Pelayo le llamó la atención que todo el edificio estaba levantado sobre una base granítica por lo que la estructura apenas tenía cimientos. Los muros estaban realizados también con grandes sillares de granito de forma irregular y el monje le comentó que la cantera se encontraba bastante cerca, a unos 400 pasos del templo. El edificio tenía una planta de tipo cruciforme. La intersección de las dos naves se producía en el crucero, donde se levantaba una linterna apoyada sobre arcos de herradura. La cubierta de las naves estaba realizada con bóvedas de cañón, lo cual sorprendió a Pelayo, pues pudo comprobar que, a pesar de que los muros estaban realizados con grandes sillares, su anchura no alcanzaba un paso de grosor, excepto los que formaban el ábside que superaban por poco esta medida. Esta circunstancia, sin duda, era la causante de los problemas de inestabilidad que presentaba esta llamativa estructura arquitectónica y que empezaban a reflejarse en las preocupantes grietas que aparecían por diversos lugares.

El ábside presentaba una forma rectangular y estaba separado de la nave principal por un arco de herradura debajo del cual se situaban unos canceles que protegían la zona del ábside-santuario y el anteábside-coro. A ambos lados del ábside se situaban unas habitaciones, que empleaban los monjes para guardar vestimentas y ornamentos litúrgicos. Entre el crucero y brazo oriental de la cruz se disponían otras dos estancias que solían emplearse para reuniones de la comunidad monástica. La iglesia contaba con una vistosa decoración escultórica que llamó la atención de Pelayo, tanto por su variedad como por la calidad de su ejecución. Se trataba, básicamente, de frisos realizados en mármol, que aparecían distribuidos por todo el edificio y que consistían en diversos motivos vegetales como racimos, palmetas, flores, además de otros como roleos o figuras geométricas.

Al día siguiente, cuando Pelayo reinició su marcha hacia tierras astures, tuvo la extraña sensación de que un hermoso pasado, como la bella iglesia que había visitado, estaba a punto de derruirse, pero que él estaba llamado a construir un futuro más grande.