Francisco Javier Morales Hervás / Doctor en Historia

Aunque aún quedasen unos días para la celebración de la Natividad del Señor, el frío ya se había instalado en las tierras toledanas. El joven rey castellano Juan, el segundo con ese nombre, se encontraba sitiado en el castillo de Montalbán, en donde se había refugiado junto con un pequeño grupo de partidarios, tras lograr huir de la prisión a la que le había sometido en Talavera su primo y cuñado el infante don Enrique de Aragón.

Acababa de empezar el día y un tímido sol se levantaba por oriente, aunque sus rayos no podían contrarrestar el gélido viento que soplaba con fuerzas desde el norte. A pesar de ello, Juan decidió subir junto con su amigo Álvaro a la parte más elevada de la torre del homenaje, desde la cual podía gozar de una espléndida visión de toda la fortaleza y de los bellos terrenos adehesados que la rodeaban, los cuales rezumaban sabores romanos y visigodos. Se trataba, sin duda, de una fantástica construcción defensiva que otorgaba al joven Juan una reconfortante sensación de seguridad, aunque su espíritu empezaba a flaquear, pues habían pasado más de tres semanas de asedio y no había recibido prácticamente ninguna ayuda exterior.

Este conjunto defensivo constituía con sus casi 20.000 varas cuadradas de superficie amurallada el castillo de mayores dimensiones que había conocido el joven monarca. Según le habían comentado a Juan, esta edificación tenía su origen en una estructura defensiva de planta cuadrangular construida en época musulmana que, probablemente, habría sido abandonada tras la toma de Toledo por Alfonso VI. En 1221 esta fortaleza sería concedida por Alfonso VIII a la orden del Temple, que la retendría hasta su disolución en 1308, fecha en la que Alfonso XI la cedería a don Alonso Fernández Coronel, al que más tarde se la requisaría el rey Pedro I para cedérsela a doña Beatriz, la hija ilegítima que este monarca había tenido con su amante doña María de Padilla.

El castillo contaba con unas excelentes defensas naturales por su cara norte y noroeste gracias al profundo tajo de más de cien varas de profundidad que en este sector había creado el río Torcón. Por sus caras este y oeste había dos torrenteras que también le servían de protección natural y que estaban unidas por un ancho foso excavado artificialmente. De este modo, era su cara meridional la más expuesta a posibles ataques y por ello era en esa zona donde se concentraban las estructuras defensivas más robustas, compuestas por un elevado lienzo amurallado, que, al igual que una barbacana exterior, estaba rematado con almenas.

La entrada al castillo estaba protegida por dos torres albarranas que presentaban una planta pentagonal y que tenían unas diez varas de anchura y casi veinte de altura. Estas torres contaban con unos esbeltos y vistosos arcos apuntados, que estaban definidos por bellos sillares de caliza, los cuales también se habían empleado para reforzar algunas esquinas de la fortaleza, que estaba construida básicamente con recia mampostería, excepto en algunas zonas como la que daba al profundo tajo del río Torcón, donde se había empleado el tapial como sistema constructivo. La torre albarrana situada a la izquierda era maciza, pero la que se encontraba a la derecha contaba en su interior con varias salas y se encontraba unida al edificio principal del interior de la fortaleza, que era la torre del homenaje en cuya terraza aún permanecía Juan, disfrutando de una visión privilegiada de varias leguas de tierra a su alrededor, lo que le permitió columbrar a lo lejos un grupo humano bastante numeroso que iba en dirección del castillo. El corazón le dio un vuelco a pesar de que aún no sabía que se trataba de un buen número de hombres armados, enviados por Villa Real para socorrerle y liberarle del asedio al que estaba sometido.

 

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