Francisco Javier Morales Hervás / Doctor en Historia

´María era una mujer muy especial. Tenía una inteligencia prodigiosa y una trayectoria profesional extraordinaria, a pesar de lo cual, lo más llamativo de su personalidad era su humildad y sensibilidad. Estaba participando en una reunión científica en Madrid, cuyos organizadores habían programado una jornada de ocio que ella, al igual que otros investigadores, no dudaron en aprovechar para poder visitar Toledo. Realizó el viaje en tren junto a su hija Irene y ello les permitió asistir a la inauguración de la nueva estación toledana.

Al llegar a la ciudad imperial, la investigadora de origen polaco fue recibida por un grupo de personalidades que se ofrecieron a acompañarla para enseñarle los principales elementos patrimoniales de la ciudad. María agradeció el detalle y expresó su deseo de conocer la obra de El Greco, especialmente la conservada en la Iglesia de Santo Tomé. Tras visitar algunos de los lugares y monumentos más destacados, la comitiva se dirigió hacia este templo, cuya construcción se inició poco después de la toma de Toledo por Alfonso VI en 1085, sobre el espacio ocupado anteriormente por una mezquita, aunque la traza que en esos momentos se podía contemplar correspondía a la reedificación acometida a comienzos del siglo XIV bajo el patrocinio de Gonzalo Ruiz de Toledo, al encontrarse el anterior edificio en estado ruinoso. Entre las obras que se acometieron destacó la transformación del alminar correspondiente a la antigua mezquita, que pasó a convertirse en una bella torre campanario de estilo mudéjar, que presentaba la característica combinación de mampostería y ladrillo, llamando la atención que, entre los materiales empleados para su construcción, había algún elemento de época visigoda.

La iglesia presentaba una típica estructura de tres naves cubiertas con bóvedas de cañón y atravesadas por un crucero. A comienzos del siglo XVI se acometieron nuevas reformas, que afectaron especialmente a la zona de la cabecera, donde se amplió la capilla mayor, que fue cubierta con unas vistosas bóvedas de crucería; esta capilla contaba con un primitivo retablo de época barroca, que, al perderse, fue sustituido en el siglo XIX por otro decorado con elementos jónicos y en el que destacaba una pintura de Vicente López en la que se representaba “La incredulidad de Santo Tomás”. María pudo contemplar en este templo otras capillas como la de la Virgen de Monte Sión, que estaba cubierta con bóvedas de crucería, la de la Dolorosa, que albergaba destacadas esculturas barrocas, y la de la Encarnación, en la que sobresalía un retablo del siglo XVI realizado por Nicolás de Vergara el Viejo y que estaba decorado con esculturas de Diego de Velasco y pinturas de Hernando de Ávila.

Pero el lugar que más impactó a María fue la capilla de la Concepción, de planta cuadrangular y cubierta por una bóveda de media esfera, que se encontraba situada a los pies de la nave de la epístola. En este espacio se localizaba la tumba de Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de Orgaz, cuyo cuerpo, según la leyenda, había sido colocado en su sepultura por San Esteban y San Agustín. Precisamente este milagro era el que se representaba en la magnífica pintura que presidía esta capilla, el famoso “Entierro del conde de Orgaz” realizado por El Greco en 1586. María y su hija Irene quedaron profundamente impresionadas por la fuerza expresiva que transmitía el cuadro, cuya composición se estructuraba claramente en dos mitades, que representaban, respectivamente, el mundo terrenal y el celestial. El rico colorido, el sorprendente detallismo, las figuras alargadas, los rebuscados escorzos, el llamativo “horror vacui” y el estudiado movimiento dejaron en la ilustre científica una indeleble impronta que no pudo olvidar el resto de su vida.

Fotografía © http://santotome.org/